“Sentirse insultado es cuestión de uno mismo”: una vuelta desde el coaching

“Sentirse insultado es cuestión de uno mismo”: una vuelta desde el coaching


Niño de Vallecas, Diego Velázquez. Museo del Prado
 Dice Eva Levy en su blog: “Yo siempre busco la verdad de las cosas en el origen de las palabras”. Yo hago otro tanto. Antes de dedicarme al coaching ya lo hacía, y ahora con más motivo. Pues una de las herramientas más útiles para ayudaros, y da igual que el tema que tratemos sea de coaching ejecutivo o personal, es prestar atención a vuestro vocabulario, a cómo expresáis vuestras impresiones, vuestras emociones, vuestras creencias, a cómo explicáis vuestras experiencias y cómo me narráis vuestro día a día. En cada sesión con clientes veo cómo el lenguaje que utilizamos nos impulsa o nos amputa, nos alegra o nos sume en la miseria, nos hace amar u odiar al mundo y a lo que nos ha pasado.

El tema que me ronda hoy es el de vocablos percibidos como ofensivos o insultantes que no nacieron con ese fin. No deja de sorprender a mi curioso observar el cómo palabras de cándido origen neutro, meramente descriptivo, se van retorciendo en las mentes de unos y de otros hasta acabar identificándose como menospreciativas. A ciertas palabras les pasa con el uso lo que le pasaba a Mariano José de Larra con sus relaciones: se dolía de que “sólo se puede soportar a las gentes los primeros quince días que se las conoce”.
Unos pocos ejemplos de palabras que han devenido molestas bastarán para ver a qué me refiero. Por cierto, veréis aquí cómo las definiciones de ciertos vocablos contienen también otros términos «malditos»; la malsonancia se extiende en una marea imparable…
     Cretino. Según la RAE, estúpido o necio; y en el María Moliner, estúpido, majadero (inoportuno o indiscreto), y también que padece cretinismo –Doña María, siempre más rica que la moderna RAE-. Su origen parece provenir de la expresión francesa “pauvre chretien”, pobre cristiano, expresión con que se denominaba, desde la compasión, sin insultar, a personas desafortunadas. Luego definió un tipo de enfermedad mental o física consecuencia de insuficiencia tiroidea. Para acabar en estúpido; en fin.
       Compasión. La he mencionado hace un instante. Aquí la RAE se me queda corta, pues limita la definición a la lástima. Retrocedo, entonces, unas cuantas generaciones para recuperar su sentido más amplio de comprender la pasión por la que transita el prójimo y procurar aliviarla; padecer-con el otro (Doña María aún recoge esa acepción). Raro que liste esta palabra aquí, ¿verdad? Pues lo hago porque he encontrado gente a quien le sale sarpullido cuando la oye; y es que  identifican la compasión con la lástima del que se siente superior. Nada más lejos de su origen y de la intención de muchos cuando la usamos.
      Pena, lástima. Inocuas para muchos de nosotros, hay quien las recibe como patadas a su honor: se atrincheran en que si das lástima es que no vales, o no tienes, o no eres,… Nos olvidamos de que todos somos vulnerables y de que la voz «pena» significa dolor. Apenarse es dolerse, sólo sentir tristeza… con o por el otro.
        Estúpido. Según la RAE, necio o falto de inteligencia. Gracias a Dios, la RAE mantiene como tercera acepción la de estupefacto, que es su significado original. Proviene del latín stupidus, y ésta del verbo stupere, que significa aturdir o paralizar de asombro (de ahí “estupefacto”). Así que de necio en origen, nada, ¿no? 
      Idiota. Ha devenido en tonto o carente de instrucción, según la RAE; y define a la persona de inteligencia anormalmente insuficiente, en el María Moliner. Proviene del griego. En la antigua Atenas, el idiota era el que no se implicaba en la cosa pública (política y asuntos comunitarios), el que se dedicaba solo a sus propios negocios y actividades. De ahí, el vocablo derivó hacia definir a aquella persona que solo pone atención a sus propios asuntos, despreocupándose del bienestar de los demás. Por eso, instintivamente, llamamos mentalmente idiota y no otra cosa, por ejemplo, a aquel conductor que nos pone en situación de peligro por no prestar atención al entorno. Pero ¡ay!, no paró ahí la cosa, y, en el s. XIV, el idiota denominaba ya a aquellos incluso incapaces de atender a sus propios negocios. De ahí a tonto había pocos pasos, y se dieron, se dieron…
      Minusválido. Término que nació para denominar a personas que requieren de más esfuerzo o presentan mayores limitaciones para hacer lo mismo que otros, su significado ha venido evolucionando a peor, empujado por los tintes insultantes que surgían en las mentes bien del que los emitía, bien de quien los escuchaba. Todo comenzó en el “retrasado mental” de los siglos XVIII y XIX, que significaba falto de facilidad en sentido amplio para atender a las demandas que impone la vida (incluida cojera, sordera o ceguera, batiburrillo heterogéneo que parece traído por los pelos a nuestro s. XXI). Cuando esta expresión del retraso sonó mal, derivó -no sé cuál fue antes- en impedido (RAE actual: que no puede usar alguno de sus miembros), inválido (RAE: quien adolece de defecto físico o mental) o deficiente (RAE: falto o incompleto).
Al degradarse estos términos, si la memoria me alcanza, es cómo se llegó a minusválido, para definir la posición desventajosa de una persona consecuencia de una limitación orgánica. La sociedad convivió felizmente con esta denominación hasta que, un día de hace pocas décadas, alguien separó en su mente la palabra en sus dos partes: minus-válido, se asustó de interpretar “menos válido” y comenzaron los problemas. Se sustituyó por discapacitado, palabra con la que no se estuvo mucho tiempo contento y evolucionó rápidamente hacia personas con discapacidad. Y esta última ya le va sonando mal a algunos, por aquello de que “dis” suena a “ausencia de”. Así que ya vengo escuchando la expresión “personas con necesidades especiales”. El cambio de nomenclaturas no parará ahí, el futuro nos dirá.
       Excelencia. Según la RAE, «superior calidad o bondad que hace digno de singular aprecio y estimación algo». Doña María no añade matices que nos llenen. Se le olvida a la RAE, y a otros cuantos con quien me he topado que reaccionan con desprecio o desconfianza ante el sonido de la palabra, que la excelencia no es sólo un resultado; es también una vocación, un camino y una meta. Para mí, la vocación de excelencia no es más que la disposición a hacer las cosas cada vez mejor. Como camino, la excelencia es actuar cada día haciendo honor a esa disposición. Como meta, es una aspiración muy poderosa. ¿Vamos a pensar mal por definición de quienes nos hablan de la “excelencia de sus productos”? Mejor dediquémosle un segundo pensamiento antes de juzgarle; o mejor, no le juzguemos en absoluto.
    Enfermer@ o azafat@. A mí, las profesiones y el nombre de enfermer@ o azafat@ me parecieron siempre de una intachable dignidad. Por eso, me sorprendió grandemente cuando los profesionales dedicados a estas actividades decidieron que la denominación les denigraba, y promovieron y consiguieron cambiarlas por las de Asistente Técnico Sanitario –ATS- y Asistente de vuelo, creo que eran. Mucha palabra junta que podía significar cualquier cosa, que no distinguía, que no ensalzaba, que no describía. Menos mal que aquí la cordura imperó, y hoy día ya se puede volver a llamar a estos profesionales por las bellas palabras que antaño eliminaron.
La ofensa es libre. E independiente de que el que emite una palabra lo haga con intención de faltar o no. Esto es, si el emisor quiere menospreciar, el que escucha siempre tiene la opción de no dejarse afectar por lo escuchado. «No ofende quien quiere sino quien puede», nos anima un dicho popular; si yo no me dejo ofender, ¿quién puede afrentarme? Nadie, yo mantengo mi fuerza.

Tristemente, empero, es muy fácil dejarse llevar y sentirse ofendido por cualquier cosa que hacen o no hacen, o dicen o no dicen, los demás. Es facilísimo, pues mantener la sana ecuanimidad requiere entrenamiento de la conciencia.  El Libro Tibetano de los muertos, sobre el que escribí hace un par de meses, nos orienta: “Las acciones de tus amigos pueden evocar enfado o pena en ti. Si te enfadas o te deprimes, tendrás una experiencia infernal. No tiene importancia lo que la gente haga. Medita acerca del amor hacia ellos”.

¡Qué rápido resulta recomendar esto, y qué difícil cumplirlo siempre! A mí me ayuda el entrenamiento recibido en meditación, del que también escribí hace poco. Y desde esa vocación de ecuanimidad ayudo a mis clientes, tanto en coaching ejecutivo como en coaching personal, a distinguir las acciones/palabras de otros que hay que responder de las que solo hay que gestionar mentalmente, o gestionar mediante una tranquila conversación.
Como dijo Shannon en 1948, hay mucho ruido en la comunicación humana. Nuestra propia mente es una de las fuentes más grandes de ello.
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Maite Inglés es Coach Profesional desde 2006, en coaching personal, de ejecutivos, equipos y negocios. También ejerce el coaching terapéutico apoyándose en EMDR e Hipnosis. Acreditada PCC por ICF. Mentora de ejecutivos y negocios, y Mediadoraen conflictos civiles, mercantiles, organizacionales (intra e inter) y familiares. Economista, MBA y DEA doctoral en gestión de emociones, resiliencia y Psicología Positiva. Trabaja en español, inglés e italiano.

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